Bajo la lluvia
Nací durante la primera gran tormenta del siglo y no lloré cuando el edificio en que estábamos se cayó a pedazos. No lloré cuando una ola de ácido se tragó a mi familia cuando yo tenía ocho años y tampoco lloré cuando, tres años más tarde, la lluvia se llevó mi brazo izquierdo. No le tengo miedo a la lluvia ácida.
Cada día hay menos gente, y no me importa en absoluto: las personas sólo ocupan lugar en los pocos lugares seguros que todavía quedan. La lluvia lo traspasa todo. Construimos refugios con planchas de metal que soportan, a veces, las tormentas más pequeñas. Cuando todo parece despejado corremos a las ciudades para recoger metal. Si alguien cae, no me importa. Si alguien muere, tampoco. Si una lluvia inesperada se desata moriremos todos, y tampoco importa.
No le tengo miedo a esa lluvia que deshace la piel, que derrite metales como si fuesen huesos y huesos como si fuesen manteca. No sé cómo empezó; no sé quién tiene la culpa; no sé como detener la lluvia, y tampoco quiero hacerlo. No sabría vivir de otra forma. Buscar alimento entre las ruinas es difícil: ya no quedan animales, ni siquiera insectos. De vez en cuando encontramos bodegas intactas y vivimos de eso. El agua sale de pozos que suelen estar contaminados. Mucha gente muere al probar el agua y está bien: hay peores formas de morir.
Muchas personas se rinden y corren al encuentro del ácido, pero la mayoría está demasiado asustada para terminar con su vida por propia voluntad. Yo no le temo a la muerte, pero tampoco deseo morir. Sin embargo puedo entender a los que se arrojan bajo la lluvia: hay aún peores formas que esa de alcanzar la muerte.
A veces salgo a explorar. Hasta ahora, logré sobrevivir cuatro tormentas inesperadas ocultándome bajo escombros o en cuevas, pero tengo las marcas que algunas gotas perdidas dejaron en mi piel para demostrar que es la suerte, y no el valor lo que te salva de morir.
Durante mucho tiempo pensé que por no tener miedo a la lluvia no temía nada. Pero no es verdad, lo descubrí en una de mis excursiones. Hay algo que no me deja dormir por las noches, que me hace despertar cubierto de sudor mientras contengo un grito para que mis compañeros piensen que aún soy el ser imperturbable que solía ser. No le temo a la lluvia, pero sí a las plantas que, como yo, aprendieron a sobrevivir. Si hay peores formas de morir que convertirse en su alimento, en verdad no quiero conocerlas.